martes, 7 de febrero de 2012

Un intento por amar

Se sentó frente a su computadora y, con la misma inercia con la que abría una cerveza, su mente se elevó al infinito de su corazón, pensando en ella, en su sonrisa y sus ojos claros. La mujer más bella que había visto en su corta pero ya suficiente vida. Areline, ese era su nombre, lo sabía porque desde que la vio entrar al aula el primer día había sido atrapado por las redes de su mirada y estuvo atento a la lista para ver a qué nombre respondía su mano. No le pudo hablar ni ese día ni ningún otro, ella era tan fugaz como el cambio de ánimo que en él producía su presencia; su figura, perfectamente definida, desaparecía de la carpeta tan desprevenidamente que le era imposible darse cuenta. Desde que supo su nombre, buscó la manera de saber más de ella, así que no dudó en buscar en la red alguna pista de su nombre; alabado sea, quien deba serlo, por haber hecho esta obra de arte, la sonrisa más perfecta que una fotografía puede atrapar, que un hombre puede soñar. Esas imágenes fueron su inspiración durante meses, meses en que no pudo verla de nuevo, meses en los que sentía la amargura de las palabras guardadas que empiezan a fermentar dentro del cuerpo. Hoy, su alma y su mente no podían esperar, las cuatro paredes de su habitación eran la prisión de su corazón, el límite de su razón y de la pasión entre él y su amada ajena. Luego de ver sus fotografías una vez más e imaginarse el perfecto momento en que al fin pudiera conocerla; cerró la tapa de la pc, se levantó de la silla, tomó su casaca, su llavero, su ipod y su billetera, abrió la puerta y se dirigió a la tienda, compró una cajetilla de cigarros y un encendedor, fue a la avenida y empezó a caminar sin rumbo, dejándose llevar por el humo del cigarrillo y por el viento en su cabello.

Escuchando a Pink Floyd caminaba por la avenida universitaria recordando su ciudad, el aroma del clima seco y de los pastos verdes, su vida de escolar que había quedado atrás, el amor que destrozó por primera vez su joven y afligido corazón. Oh, sí, el amor, amor de temerarios espíritus juveniles que se aventuran por aguas desconocidas y pasiones escondidas que no estában permitidas para su edad; o, al menos, así lo creía él. Eliza, nombre lejano y en cierta medida impronunciable. Fue de ella de quien se enamoró por primera vez. Una jovencita de catorce años, en tercero de secundaria. Delgada y esbelta para ser tan joven, rostro fino y bello, lunares perfectos en lugares estratégicos, labios como bombones de caramelo, mejillas suaves como piel de durazno y ojos grandes, brillantes, perfectos, tan perfectos como los de Areline. La vio por primera vez cuando el primer día de clase al inicio de año ella había entrado al aula sola, con el cabello suelto, buscando una carpeta junto a sus amigas. Él no sabía cómo se llamaba, pero estuvo atento a la lista para saber su nombre; de todas maneras algún día lo sabría, serían compañeros todo el año. Ese mismo día tenían clase en el laboratorio de cómputo. Allí se trabajaba en parejas, las cuales este año serían elegidas en una combinación de los números pares de la lista con los impares. Dios es grande y es bueno con quienes saben darle gracias; ¿no es gracioso como cuando no se encuentra a quien culpar se culpa a dios?; bueno, creo que si no hay a quién agradecer, también se le debe agradecer a él. Tenía que agradecerle que sus números estuvieran juntos en el mismo recuadro de ubicaciones. Serían no solo compañeros de aula, sino compañeros de laboratorio, uno junto al otro todos los martes durante todo el año.

Sentados allí, tan juntos, el interés muto se notaba al hablar, las sonrisas cómplices cuando debían decidir quién usaría el mouse y los jugueteos de los dedos que se buscan en cada golpe al teclado, las preguntas indiscretas y el intercambio de correos y teléfonos celulares definieron una relación que a todas luces se mostraba con un interés más que amical. El año pasó así, entre coqueteos,  confesiones, juegos de niños que parecen nunca acabar, que parece tendrán un final feliz. Lamentablemente, nunca tuvo el valor de decirle cuanto la quería frente a frente, cara a cara. Así, no solo pasó un año, pasaron dos. Dos años en los que nada parecía haber cambiado para él, dos años en los que Eliza había cambiado sin que él se dé cuenta; había cambiado tal vez por él, por hacerse más visible y hacerle entender su necesidad de expresiones más certeras, era un cambio que le pedía con desesperación transformar en palabras todas sus actitudes. Él nunca lo hizo. Un día de marzo, una noche fatal en una procesión sin nombre, él llegó con la necesidad de verla otra vez y poder abrazarla, y tomarla de la mano como siempre, sin decir nada más que lo que su palpitante corazón y su ardiente mano podía decir. Quería dejar que su cuerpo, como nunca antes, con su calor, le expresara todos sus sentimientos. La buscó con desesperación de enamorado fugitivo y al encontrarla quiso arrancarse los ojos y pensar que sufría paranoia y ello le hacía ver espectros e imágenes que lo atormentan. Ella, sin haber dado señal alguna de desamor, estaba entregada totalmente en brazos de alguien a quien él no pudo reconocer al instante, pero de quien, al poder verlo, jamás hubiese pensado que podría interferir en su placentera relación; es más, nunca pensó que nadie pudiese quebrantala. A partir de ese día se vio sumergido  en una depresión que parecía ser la misma cada vez que algo lo ponía de mal humor. Como hoy, que pensaba en Areline y evocaba su figura en el recuerdo de Eliza.

Sin darse cuenta había llegado a un supermercado y había fumado ocho cigarrillos. Estando allí y sintiéndose aún peor de lo que se sentía antes de salir de su habitación, fue por un café al Starbucks del centro comercial. Con su café del día, alto y bien caliente, en mano y un olor a cigarro al cual se había acostumbrado recientemente, salió a la avenida nuevamente, esta vez rumbo a casa. Iba tomando el café a sorbos, y cada sorbo de café amargo era como cada bocanada de humo despedida de su boca y que al desplegarse en el aire se volvía en imágenes del pasado, sorbos amargos de un primer amor y de un amor desconocido. Las imágenes se volvieron más difusas a medida que el café se enfriaba, recobró el sentido de la realidad otra vez y pudo saber por dónde caminaba. Estaba en el cruce de la Marina y Universitaria; con sus sentidos alerta y el café a la mitad cruzó la avenida y, sorpresa, belleza, nerviosismo de ver que estaba allí, saliendo de la pizzería, con su cabello largo y ligero, con su porte de modelo de pasarela, su sonrisa angelical y sus ojos de mirada perturbadora; su figura formaba una silueta perfecta en la oscuridad de la noche, y las luces de los postes la rodeaban de un resplandor de estrella acomodando sus movimientos a la perfección del movimiento universal. Areline. ¿Qué hacer? ¿Cómo abordarla? No quería perder esa oportunidad que se le presentaba tan repentinamente. No quería que la historia se repita, que un nuevo amor se le vaya de las manos como Eliza se fue. Se quedó observándola, admirando su belleza en una situación desconocida para él, en una noche en la que no pensó la posibilidad de un encuentro así; pensaba en una estrategia para acercarse, presentarse e invitare un café, tal vez no tomara café, quizá un pastel y una gaseosa. Lo había decidido, de cualquier manera tenía que acercarse. Estaba caminando hacia ella cuando vio una representación de algo que no había podido olvidar desde años atrás, vio otra vez como la razón de sus pesadillas se materializaba en ese lugar; ella lo besó, lo abrazó y, con pasión que nunca había visto le dejó claro a todo aquel que estuviese observando que ella amaba tanto a ese sujeto que mataría por él. Así es, ella se fue de la mano con su enamorado, y él, con su café tibio en la mano sintió como las lágrimas internas le desgarraban los músculos y le recorrían las mejillas y se evaporaban con el calor de las mismas, y cómo su corazón se volvía a desintegrar cayendo como un puñado de arena a la playa, sin que nadie note que algo sucedió. Dio la vuelta, empezó a caminar y de un solo trago terminó el café, tomó un cigarrillo y lo encendió; el mundo visto a través del humo siempre es mejor. Caminó tan rápido como pudo y fumó tan rápido como pudo, intentó dejar de pensar tanto como pudo y puso el volumen del ipod tan fuerte como pudo. Hizo todo cuando pudo, pero era inevitable, desde hoy, sus pesadillas tendrían un nuevo rostro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario