Es…como tener el poder de crear un disfraz ultra natural, algo así como
exhalar una densa niebla para esconderte en un día de sol para que nadie pueda
verte, para no existir. Algunos piensan, como pensaba hace unos días atrás, que
quienes fuman lo hacen porque se ve bien hacerlo, porque todos lo hacen o simplemente
es “nice”. Quizá el primer cigarrillo en la vida de una persona es por
curiosidad, curiosidad que se transforma en ansiedad confundida con adicción.
Ese nefasto primer cigarrillo en el que no encuentras sabor ni placer pero que
a la primera pitada es refugio; es, luego, necesidad, experiencia de
experiencia personal. Ese puchito se
convierte en la forma de ocultar tu alma, tu dolor, el sentimiento de tu
espíritu dibujado en una expresión en el rostro; esa sensación de opresión en
el pecho que parece quemarte las entrañas y envolverse bajo el vientre.
El humo es una
suerte de herramienta de mimetismo, sobretodo en una ciudad como Lima, tan gris
como el humo del cigarro. Te une a las paredes de las casas, te hace parte del
ambiente y te aúna al clima apestoso del invierno; sí, el clima en Lima tiene
olor. El humo me encanta porque te apaga los sentidos por al menos un minuto.
Eso, eso es lo que más me agrada de fumar en Lima, poder apagar no solo mi cuerpo,
sino también mi mente y ponerla en blanco, es decir, en gris, en el gris del
humo del tabaco. Olvidarse del mundo que te rodea, del ruido de los choferes
endemoniados que podrían ganar cualquier competencia de la fórmula uno;
olvidarse de la puta necesidad que, como la más perra de las meretrices se
muestra sin descaro a cada paso del transeúnte indiferente, acostumbrado. Es
que caminar por Lima es como ir vagando en el purgatorio. Escuchar los lamentos
de quienes fueron destinados al infierno desde antes de nacer, almas condenadas
a la miseria, al sufrimiento impuesto por un estado incapaz y egoísta; almas
que caminan descalzas dejando huellas de sangre en las pistas y veredas; pobres
almas que braman por una gota de agua en el desierto gris, o una gota del
chorreo aprista que el tetón de Alan tanto anuncia. Y es que, en el Perú, el
agua para el pobre es tan utópica como pensar en cien soles en su presupuesto
mensual. Por otro lado, el paraíso burgués; claro, que no es un paraíso
parecido al que nos grafica la iglesia pero en la tierra éste es el paraíso;
sobretodo, en el Perú, en Lima, donde todos aspiran a tener un carrito y
comprar los fines de semana en Ripley, comer en algún lugar ficho y jaranearse por
Barranco. El mundo de los ricos que estando tan alejados del infierno oye
débiles voces que han aprendido a ignorar. En su paraíso de Dolce y Gabbana, de
pipas y tabaco cubano, relojes de oro y viajes a Miami, de viernes
Miraflorinos, de hombres blancos de cabello rubio con grandes y prominentes barrigas
que ríen con jocosidad y elegancia, en lugar de quejas por agua hay quejas por
petróleo, licor, sexo y marihuana. Puedo pensar que, en Lima, el infierno es a
Villa el Salvador o Independencia como San Isidro y la Molina son al paraíso;
y, en el Perú en general, el infierno es a Apurímac como Lima es nuestro
paraíso. Entre ambos, los sometidos a deambular eternamente en este gris
purgatorio, al menos eternamente hasta que nos alcance la muerte.
Compadeciéndonos, sin poder hacer nada, de quienes están abajo, pidiendo
ayuda a los de arriba sin que estos hayan aprendido a escuchar. Es irónico como
dentro de un paraíso puede existir otro infierno destinado a quienes quisieron
surgir y no fueron admitidos. ¡Hey morenito, aguanta ahí que nos reservamos el derecho
de admisión!
Lima, Lima la
horrible, Lima la gris, tan gris como el humo del cigarro, tal vez tan gris
como la expresión de mi cara, como mi propia alma. Quizá por eso empecé a fumar
en Lima; a los dieciocho años empiezo a desear una muerte lenta. En cada pitada
siento que beso y acaricio mi espíritu, es como sentirme conversando con mi
esencia sin decir una palabra.
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